
Por Erick Garay
ROMA (A. Cuarón, 2018) es una película sobre nada. Y en su género es perfecta. Es decir, es un perfecto vacío. ¡Qué impecable manera la de Cuarón para registrar cuidadosamente lo nimio! ¡Qué talento para grabar lo insustancial y el sinsentido! ¡Qué maestría la suya con el aburrimiento y la memez! Uno se queda pensando en los geniales talentos absurdos que la vida otorga a algunos elegidos.
Pero, ¿de qué va ROMA? En el fondo, no importa. No importa de qué trata, sino cómo recibir aquello que trata. Importa, y ese es la llave a la película, cómo verla. Y la respuesta es “apreciando lo inapreciable, encontrarle lo bello a lo no bello, lo maravilloso a lo ordinario, lo interesante a lo trivial”. El espectador debe aquilatar la exquisita belleza de la medianía, debe regocijarse en la inconexión más perfecta y en la grisura más insoportable de la vida real. Y entonces la película se ve como la joya que no es, como el diamante en el carbón, como el Bergman en el Cuarón. Porque la vida, entrelean el mensaje del director, la hermosa vida que no puede tolerarse lo que dura, el día que no llega a soportar sus 24 horas, la hora llena de minutos muertos y otros tantos agonizantes, esas cosas, nos dice Cuarón, son tan bellas aunque no nos demos cuenta. Resignémonos todos, comiendo canchita en nuestras salas, a la vida tal cual, a cualquier vida, a cualquier conjunto de hechos sin conexión más que la continuidad en el tiempo y el espacio, a lo aburrido que nos ahoga y nos consume la mayor parte del tiempo. ¡Que la cámara grabe eso, inocentemente, sin tocar nada, y nosotros, gozosos, comamos esa insustancial sinceridad!
¿O no? Porque, cosa curiosa, parece que Cuarón se cansara del cansancio también, y de pronto, se peleara consigo mismo. En algún momento parece ya no sentirse a gusto grabando lo fortuito de vidas fortuitas, sino que deseara, luego de haberse ganado el aplauso por sus largas escenas de trapreado, alterar su universo random y trastocar su discurso (su discurso del no discurso) para seguir ganando aplausos. Es entonces cuando la película deja de ser el perfecto reflejo de lo aburrido y lo fatuo de la vida, deja de ser ese perfecto vacío, y se convierte en una perfecta molestia de lo artificioso de la mala ficción.
Y es allí cuando uno se pregunta: ¿Hacia dónde va Roma? ¿Quiere ser el ojo que ve la realidad y todo su tedio, simplemente registrando las cosas? ¿O prefiere ser la mano que moldea maniáticamente, a su modo y sus razones? Me atrevo a pensar que, planteados los dos caminos, ROMA se plantea el nuevo desafío de no caminarlos. Se queda como en el medio, dando pasos ambiguos pero orgullosos. Entonces la película conjuga su perfección como registro por sí mismo y su perfección como deliberado artificio. Cuarón se saca la lengua a sí mismo, mientras se abrasa en el fuego de su brillantez y su poesía visual, y la película se pierde en su doble genialidad. En ROMA, el silencio insustancial gana espacio entre algunos acentos sin sentido. Por ello la película, que objetivamente dura solo más de dos horas, termina volviéndose una extensa pesadilla del no movimiento, de las no causas, de la inconexión, pero también la pesadilla de la pedantería, de la falla, de la falsedad que obscenamente se presume sin porqué.
Esta excelente pesadilla lleva, en esta ocasión, el nombre ROMA, pero es un título random. Podría habérsele puesto VIDA o NADA o AMOR o MIERDA o GRAVEDAD. El blanco y negro le da crédito suficiente ante aquellos que juzgan ignorando cualquier narrativa, y captan el detalle de la poesía de las imágenes, y el suficiente color local sazona el plato a los comensales extranjeros. Su juego con la abstracción tiene la audacia no solo de sacar de la película nombres, historias y contenido, sino también la de sacarse las emociones. Salvo tal vez en una escena, que astutamente juega a la metaficción, y simboliza el trabajo con la película: la protagonista pare un feto muerto.
A medida que la película avanza (con excelente fluidez de roznido de burro), el espectador la va olvidando. Y eso también está planeado. Porque, a fin de cuentas, ese es uno de los modos de esta película. El espectador debe resignarse a su vanguardia, y retener tan solo alguna canción mexicana, una desazón en la lengua, el sentimiento de haberse ido al baño por mucho tiempo, y unas ganas, más o menos fuertes, de no morir. Termina con la epifanía de la confusión, y agradece haber reunido fuerzas para luchar contra el aburrimiento y la inacción que le deparan la vida real y las malas películas.