Weerasethakul

Por Julio C. Hermoza

I

Al abrir sus ojos, lo primero que W. vio fueron los cuerpos muertos de sus padres, junto con unas pequeñas aves negras que batían sus alas a lo lejos, en el cielo. Intentó pronunciar unas cuantas palabras, pero no le fue posible: el shock producido por ver a sus familiares en esas condiciones se lo impidió. No tenía idea de cuánto tiempo había estado durmiendo en aquel lugar, una zona pedregosa y sinuosa, atestada de cadáveres. Tampoco sabía en qué parte del mapa se hallaba, ni cómo había llegado. No sabía nada de nada, salvo que era un día soleado y que sus padres estaban muertos. Se sentía tan abrumado por la incertidumbre que, buscando darle rápidamente una respuesta lógica a lo que acontecía, concluyó que todo eso se trataba de un sueño. O, en su defecto, de un sueño dentro de otro.

Tras recorrer varios metros a la redonda por aproximadamente tres cuartos de hora, W. comenzó a dudar sobre su primera hipótesis. Fueron muchos los motivos que le hicieron pensar que esa teoría de los sueños, de los sueños metidos en otros sueños, era completamente absurda. Sin embargo, el motivo principal tenía un carácter esencialmente utilitario, pragmático: si efectivamente todos los acontecimientos que estaba viviendo eran producto de sus ensoñaciones, entonces ya no habría forma de diferenciar entre realidad y sueño. Y de ser cierto eso, nada de lo que había creído o por lo que se había esforzado en los últimos años tendría verdadera importancia. Admitir que se le hacía imposible distinguir entre lo real y las ensoñaciones era aún más triste y difícil que aceptar la muerte de sus padres.

Aquel mismo día, mientras W. intentaba encontrarle un sentido lógico a sus circunstancias, yo —que aún no lo conocía— estaba en mi habitación, sintiendo el abrasivo calor y lamentando no haberme comprado un ventilador. Conmigo tenía treinta hormigas, vivas, ordenadas en fila india. El abdomen nigérrimo de las hormigas, junto con sus cuerpos azafranados, me recordaba al banner publicitario de un whisky barato.  Sobre un velador, el único velador que tengo en mi dormitorio, eché migas de pan y unas cuantas hormigas. Cinco hormigas, exactamente. Mientras recogían las migas, las cogí con mis gruesos dedos y las metí en mi nariz. Inhalé violentamente, esperando que algo maravilloso sucediera. Fue en vano; no pasó nada. Repetiré la acción cinco veces más, pensé, quizá tenga suerte y consiga despertar el Tercer Ojo o arribar a Tierras Búdicas.

Una neblina envuelve mis recuerdos. Todo blanco.

No sé cuántos días pasaron desde aquella vez que me introduje treinta hormigas por la nariz. Sin embargo, W. aún permanecía en un lugar muy similar al del día en que encontró los restos de sus padres: piedras, superficies sinuosas, cadáveres. “Sofía”, le escuché gritar. Debe ser su novia, pensé. Por su parte, W. caminaba en líneas curvas irregulares, amorfas, imposibles. Las líneas imaginarias que sus pasos trazaban eran tan imposibles como lo que me comenzó a suceder. No sé cómo, ni por qué, ni en qué momento exacto, los pensamientos de W. se volvieron también míos. Era jodidamente extraño lo que comencé a experimentar: podía pensar en dos cosas totalmente distintas al mismo tiempo. ¡Mierda!, me dije en voz alta, esto es como si la única pantalla que solía tener en mi mente se hubiera duplicado. ¡Dos pantallas! Sin importar los vanos intentos que hice por concentrarme únicamente en mis propios pensamientos (en mi propia pantalla), los pensamientos de W. colonizaron mi mente. Un recuerdo de su infancia irrumpió entre los demás pensamientos. Era algo así. Un aula sucia, pobre, marginal —propia del sitio donde W. pasó los primeros quince años de su vida: una ciudad tercermundista— servía como locación para que cinco estudiantes, incluido él, perdieran sus miradas en el verde de la pizarra. Un joven y pequeño profesor, mirando las gruesas líneas de luz que se filtraban por las ventanas e iluminaban las paredes descoloridas de madera, decía: “Desde la semana pasada, la temperatura de la Tierra se está incrementando abruptamente. Si no detenemos este uso exagerado de combustibles fósiles, un pésimo futuro nos esperará”.

Conforme se iba difuminando la última imagen mental de aquel recuerdo escolar, entre los pensamientos de W. —que también eran míos— emergió una nueva hipótesis: la temperatura terrestre se había elevado a tal punto que acabó con toda la humanidad. Si bien esta hipótesis confirma mi teoría de que todo esto es real y no se trata de un sueño, pensó, no me explico por qué continúo de pie, vivo, existiendo.

Una neblina envuelve mis recuerdos (los propios y los de W.). Todo blanco. Todo blanco. Las dos pantallas en blanco.

W. está caminando en línea recta en una playa completamente desolada. No tengo idea de cómo ha llegado ahí. A lo lejos, casas y edificios completamente destruidos. Busca y busca, pero no encuentra a ningún humano. Ni vivo ni muerto. Es la primera vez que ve una playa tan de cerca. Le resulta hermosa. Junto con el olor de la arena y el sonido que producen las olas, le hace odiar menos a los humanos que destruyeron el mundo. El sol también le parece precioso, sobre todo cuando, avergonzado, se esconde sutilmente.

Un rugido de olas le recuerda que la localidad donde vivió sus primeros quince años era el único lugar del mundo donde se hablaba el español, para muchos un dialecto ominoso. Es cierto, piensa, comparado al lenguaje universal de las olas, cualquier idioma es abominable. Otro rugido de olas le invita a adentrarse en sus texturas líquidas. Impertérrito, W. se despoja de las pocas prendas que lo cubren y penetra en el mar. Mientras moja sus piernas y siente que nada posee verdadera importancia, recuerda que el mayor temor de su niñez era encontrarse solo, sin nadie a su lado. Ha llegado ese día, pero contradictoriamente esta vez se siente bien, muy bien.

Probablemente esto sí se trate de un sueño, piensa, de un sueño del que nunca desearía despertar. Acto seguido, se introduce aún más en el mar, dejando que el agua le moje no solo las piernas sino también el torso. W. sabe bien que de no tratarse de un sueño, ya no podrá retornar. Aun así, ahora con el agua a la altura de su cuello, reflexiona sobre lo idílico de la situación: el mar le recuerda al útero femenino, a Madre, al Infinito. La muerte no es definitiva, susurra.

II

Una hormiga. Una hormiga caminando en el cielo me recuerda mis vidas anteriores.

Estoy encerrado en mi habitación, sintiendo el abrasivo calor y lamentando no haberme comprado un ventilador. Pese a que el calor no disminuirá ni al caer la noche, estoy resuelto a no abrir la puerta de madera que separa mi pequeño cuarto de la espaciosa sala donde mis padres conversan. El motivo: estoy a punto de meterme treinta hormigas por la nariz, como quien esnifa cocaína o cualquier otra medicina.

Hace unos días, mientras navegaba en la web, me topé con una página más que interesante. A pesar de no tener un diseño realmente llamativo, una de sus publicaciones capturó mi total atención. EL TERCER OJO DE LOS INDÍGENAS AMERICANOS. Así se titulaba. En ella se mencionaba que las viejas civilizaciones indoamericanas esnifaban hormigas con el fin de alterar sus estados de consciencia y explorarse mejor a sí mismos. También afirmaban que aquellos colocones eran inducidos no más de dos veces por mes, y siempre guiados por los más ancianos. Lo curioso de todo ello era que, según alcancé a leer, esos ancianos guías solían ser representados pictóricamente como hormigas gigantes con tres ojos. Casi al finalizar el artículo, aparecían varios hipervínculos en los que se profundizaba sobre el tercer ojo, qué significaba, cómo abrirlo, cómo se relacionaba con la glándula pineal o pituitaria. Quise averiguar más sobre el asunto; pero Sofía, mi novia, me había estado esperando fuera de casa, con un gran bate de marihuana, por más de una hora. Me llamó al celular y me advirtió que si continuaba demorándome, buscaría a André y le pediría que le hiciera un buen cumshot. Súbitamente, recordé a un André de seis años recibiendo potentes chorros de agua en el rostro, chorros que salían de las pistolas de agua que manipulábamos mis amigos y yo. Bah, qué más daba si André acababa en su rostro, si follaban, si follaban y dormían juntos, si follaban y dormían juntos y fumaban el gran bate de marihuana mientras esperaban a que su pene… Realmente daba igual, pero quería darle unas cuantas caladas a su bate de marihuana. Así que me alisté con premura, la recibí en la puerta de mi casa y comenzamos a hablar sobre la microbiología y parasitología (la carrera que Sofía deseaba estudiar una vez acabara el colegio; sí, a diferencia mía, ella aún era menor edad). Cinco minutos después, ella estaba encima de mí, con sus ojos buscando los míos; yo, por mi parte, mirando el techo y apenado porque el bate de marihuana de veinte centímetros se había reducido a apenas tres, exhalaba bastante humo y pensaba en qué excusa utilizar para nuevamente librarme de ella. (De hecho, Sofía, con sus ojos rasgados, su cabello lacio y sus gafas, me arrechaba como mierda; pero, no sé, su escasa edad era un peligro latente).

Y, bueno, una cosa llevó a la otra y ahora estoy aquí, en mi habitación, probando suerte con estas hormigas. Mientras las introduzco en mis fosas nasales y siento sus quebradizas patitas deslizándose por mis vellosidades, me pregunto cómo es posible que estos diminutos insectos sirvan para comprender el Todo, para expandir la mente, para acceder a mundos interiores. Cómo estas hormigas que repiten diariamente las mismas tareas, y que precisamente han desechado sus conciencias a efectos de hacer llevaderas sus vidas de mierda, estandarizadas, llenas de rutinas laborales mal gratificadas, pueden ser útiles para despertar un mayor grado de consciencia.

Repetiré la acción cinco veces más, pienso, quizá tenga suerte y consiga despertar el Tercer Ojo o arribar a Tierras Búdicas. Acto seguido, comienzo a introducirme las veinticinco hormigas restantes, de cinco en cinco, hasta finalmente llegar a un estado supremo de consciencia. «El Universo está dentro de mí, el conocimiento intuitivo, el pensamiento lógico-racional… Todo me pertenece, yo soy uno con el Todo y el Todo es uno conmigo y el Todo soy yo; pero también soy más que el Todo, porque el Todo es más que la suma de sus partes… El presente, el pasado y el futuro no existen. Todo es lineal; o, en su defecto, hay infinitas líneas temporales. El tiempo no es más que una ilusión, una ilusión creada por el cuerpo. Y el cuerpo no es más que una estructura creada para albergar a la consciencia, a la mente, que también soy yo y que también es el resto de humanos. Porque la humanidad es un único ser, una única consciencia. Uno, uno, uno. Tres veces lo mismo, como presente, pasado y futuro. Este Estado en el que me encuentro me permite viajar a lo que los humanos que todavía no han despertado el Tercer Ojo llaman ‘futuro’ o, a veces, ‘pasado’. Con el ‘presente’, los humanos convencionales casi no tienen problemas: consideran que es lo único realmente existente. Obviamente se equivocan, y no los culpo. En todo caso, para que entiendas, humano limitado, este Estado es puro presente. Aunque un Presente distinto al que estás acostumbrado; este es un presente futuro y un presente pasado y…».

Impertérrito, W. se despoja de las pocas prendas que lo cubren y penetra en el mar. Mientras moja sus piernas y siente que nada posee verdadera importancia, recuerda que el mayor temor de su niñez era encontrarse solo, sin nadie a su lado. Ha llegado ese día, pero contradictoriamente esta vez se siente bien, muy bien.

Probablemente esto sí se trate de un sueño, piensa, de un sueño del que nunca desearía despertar. Acto seguido, se introduce aún más en el mar, dejando que el agua le moje no solo las piernas sino también el torso. W. sabe bien que de no tratarse de un sueño, ya no podrá retornar. Aun así, ahora con el agua a la altura de su cuello, reflexiona sobre lo idílico de la situación: el mar le recuerda al útero femenino, a Madre, al Infinito.

Mientras W. hunde completamente su cabeza en el agua, sus recuerdos —que ahora también son míos— se aceleran a un ritmo tan vertiginoso que me hacen sentir mareado. Evocaciones de recién nacido, de niño, de adolescente, de joven. De joven, de joven, de joven. Cuando su último recuerdo se desvanece —ahora ya no son recuerdos de su juventud, sino de su nacimiento: cordón umbilical, placenta, llantos y gritos desgarradores de una madre de trece años—, comprendo el secreto de su existencia. Por fin comprendo todo: W. no es más que una visión del futuro, de mi próxima reencarnación. En ese mismo instante, el cuerpo de W. se diluye en el azul del agua, liberándome completamente de sus pensamientos. (¡Nuevamente una sola pantalla!) En la unilateralidad de mis pensamientos, evoco con precisión quirúrgica el mundo destruido que les espera a las generaciones venideras, sus próximos habitantes. ¿Podré hacer algo para cambiarlo? Todo es contingente, me respondo. Y recuerdo las últimas palabras de W.: la muerte no es definitiva, es solo una transición.

Tres horas después visitaré a Sofía, le contaré sobre W., sobre lo que significó alcanzar el Estado, sobre mi experiencia con las hormigas que duró más de diez días. Ella, en cambio, me hablará del cine de Weerasethakul, de su amigo Juan Carlos que también piensa estudiar Microbiología y parasitología cuando acabe el colegio, de los cartones que Juan Carlos le obsequió a cambio de dejarse tocar los pechos. Y tras colocarnos los cartones en nuestras lenguas, nuevamente se pondrá encima de mí y buscará con sus ojos los míos; mientras que yo estaré perdiendo mi mirada en alguna línea que se dibuje en las paredes, pensando en la excusa que usaré nuevamente para largarme de su casa una vez eyacule. “Mírame a los ojos, por la putamadre”, me dirá; le haré caso; y me emocionaré al ver que se ha transformado en una hormiga gigantesca con tres ojos. “Sofi, Sofía, Filo-sofía, me siento afortunado de follar contigo”, le diré mientras acabo. Y con el pene moribundo, sin poder penetrarla, la abrazaré. Ella me corresponderá y apretará mi pequeño cuerpo con sus tres pares de patas. Esto es lo que los budistas llaman amor puro, pensaré.

Un comentario

  1. Es exactamente lo que estaba buscando, no se de donde sale tan grande, morbida, enorme basófia :). Debe profundizar en ese personaje André, me pareció el mas resaltante xD

    Me gusta

Replica a Jap36 Cancelar la respuesta