
Cronwell Jara: «“Montacerdos” nada tiene que ver con otras lecturas (…) ¡Es que ese era mi barrio!»
Por Erick Garay
Fotografía de Cronwell Jara: Omar Peralta
Entrevista realizada en noviembre de 2023
Conversamos con el autor de «Montacerdos». Aunque también podríamos decir: conversamos con el autor de «Hueso duro», «Agnus Dei», Patíbulo para un caballo, Las ranas embajadoras de la lluvia (junto a Cecilia Granadino), etc. Sin embargo, en esta ocasión diremos «Montacerdos», porque la entrevista se dio a partir de —tuvo como excusa, en todo caso— la última edición de este clásico de la cuentística peruana: Montacerdos y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, 2023), presentada en el marco de la FIL de Lima 2023, donde el querido —aunque a veces polémico— Cronwell Jara (Piura, 1949) fue reconocido por la Cámara Peruana del Libro.
Esta entrevista se realizó en el marco de la tercera temporada del pódcast de literatura Dimensión Rasgada, temporada que fue beneficiara de los Estímulos Económicos para la Cultura 2023, del Ministerio de Cultura del Perú. Esta es la versión escrita de dicha entrevista, por la que agradecemos a Dimensión Rasgada el compartirla con ustedes, y cuya versión en vídeo pueden encontrar al final de esta entrada.
He escuchado que la historia de «Montacerdos» tiene personajes y hechos que ocurrieron en la realidad, que en su infancia y adolescencia en Mariscal Castilla, en el Rímac, existieron personajes como Yoyoco o su madre, y que ocurrió la escena del rechazo de la comunión. Usted dice que vio la lágrima de la madre…
Sí, y a mí también se me cayó una lágrima, yo tendría trece años cuando vi eso y me conmovió mucho.
Cuando se lee el cuento uno siente aquel rechazo que esos personajes despiertan en ese mundo, pero también sus alegrías.
Hay de todo.
He escuchado que esto lo escribió desde la distancia, desde una suerte de añoranza por este barrio, porque usted ya estaba metido en la universidad, me parece.
Sí, exacto.
Le quería preguntar, ¿cómo trabaja con la materia prima? ¿Cómo dice: de aquí quiero sacar un cuento, o: quiero contar esta historia?
Esto nace de lo que para mí es crear un cuento. Otros lo hacen por intuición, como yo hice «Montacerdos», o «Hueso duro», que no los planifiqué, no los medité, en el sentido de estructura: este va a ser el primer paso, el segundo paso, estos van a ser los personajes. No. Me salió de un sopetón, todo un vómito en el caso de «Montacerdos». Y es que ahora ya tengo otra idea de lo que es crear un cuento. Un cuento siempre es una historia que se narra, que se dice en función a un pasado. Y ese pasado es en los cuentos doloroso, te produce una nostalgia, nace de tus frustraciones, de tus amarguras, de tus incertidumbres, tu melancolía, tristezas, mucho sentimiento. Yo tenía eso por mi barrio, porque lo dejaba, y dejaba mis amigas, amigos, la chica que yo amaba por ahí… Y todo eso se perdía cuando ya llegué a mi nuevo hogar, en la urbanización El Bosque, ya con una vida más cómoda, una casa más cómoda, ya teléfono, televisor. Habían pasado ya diecisiete años después de haber dejado el barrio Montacerdos. Entonces, un día estuve por el patio de Letras, en la cafetería de don Machi, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, conversando con dos amigas, y aparece Américo Mudarra que me llama. Salgo de la cafetería y me dice: «¿estás haciendo cuentos?, tú no haces cuentos, ¿no?». Y le dije: «claro, yo tengo un montón de cuentos». Porque yo tenía cantidades de cuentos, pero los había quemado. Pero a mí se me quedó esa idea de que yo podía hacer, de cuentos, los que quiera. Y él me dice: «ya pues, muéstrame uno, porque tú estás haciendo hasta ahora tonterías nomás». Y me hacía así (hace un gesto de botar algo con los dedos). Entonces, me dijo: «déjate de hacer esas cosas, pues, y muéstrame el cuento». «Dame tiempo», le dije, «para pulirlo en mi casa». «¿Pulirlo?», me dijo. «Ya, hoy día es lunes, ¿jueves nos vemos?». «Jueves te veo». (Risas). En ese ratito me fui, dejé a mis amigas. Y ya tenía yo el reto. Y me doy cuenta de que funciono por retos. A partir de ahí me fui a mi casa con la voluntad de escribir un cuento, porque ya había tenido las clases de Tomás Escajadillo, ya había analizado a cuántos clásicos, universales, Chejov, Maupassant, ya sabía cómo es hacer un cuento, cómo es la estructura de uno. Y todo eso estaba en mi cabeza. Por entonces ya había pasado por experiencias diferentes, Buñuel, Un perro andaluz, ya había leído a François Villon, a Artaud, el conde Lautremont, Rainer Maria Rilke, ya había leído la poesía china y los haikus. Todo ese bagaje estaba apretujado dentro de mí. Entonces me dije: «si todas estas emociones están dentro de mí, ¿por qué no haces un cuento que tenga todo eso?». «¿Cómo todo eso?», me respondía yo mismo. «Todo eso muéstralo en tu escritura cuando hables de lo que vas a hacer, cuando escribas de lo que quieras, pero no dejes a estos autores». Y ahí me di cuenta de que tenía el sentimiento de una amalgama de poesía, cuento, novela, cine, ensayo. Y dije: «ya pues, a ver qué te sale». ¡Pa!, me lancé. «¿De qué escribo?», dije yo. «Algo que te duele». Yo sabía que hay que escribir sobre algo que te duele. Quieres hacer un poema, algo que te duele, quieres escribir una novela… ¿Qué es lo que te duele? ¿Qué es lo que quisiera hacer? Tienes el personaje, ¿cuál va a ser su drama? «Ya, lánzate». ¡Fuuum! Pero eso era intuitivo, ah, en ese rato. ¡Fua!, me lancé y salió «Montacerdos», que se llamaba al comienzo «Yococo». Pero «Yoyoco» no me quedó bien. Después dije, más espectacular es «Montacerdos». Claro, yo rompía con el canon de títulos. Los títulos [de otras obras] a veces son muy distintos a mi sensibilidad. Yo lo sentía así, y dije, si quiero ser yo, bueno, voy a lanzarme con lo que más siento. Qué siento. Que yo montaba cerdos con mis amigos, con Yococo, que yo palomillaba, entonces que se llame «Montacerdos».
Porque también refiere al poblado, que en el cuento le dicen así.
Claro. Y otro detalle. Cuando lo acabé, dije: esto me queda chico, no es todo lo que quiero decir. Y de ahí me dije: «¿Por qué no la amplío? Si tú ya has hecho novelas». «Entonces, ya pues, dale novela». Y de ahí que me salió fácilmente la novela Patíbulo para un caballo.
«Nunca me gustaron ese tipo de relatos [“Los escoleros”, de Arguedas]. De Arguedas no me gustó, no lo entendí. Yo más bien leí “Warma kuyay”, que aplastaba todo lo que escribía Arguedas. Ahí sí».

Quiero retomar esto de los autores que había leído. Como dice, François Villon y Un perro andaluz, en el caso del cine, pero también los cuentos de Canterbury…
Y Juan Ruiz, también, arcipreste de Hita, pero también los cuentos del conde Lucanor…
Yo le quería consultar si ya en esa época había leído al Arguedas de «Los escoleros», donde también hay un mundo de niños que entre sus juegos montan cerdos.
No, no, para qué te voy a decir… No. Nunca me gustaron ese tipo de relatos. De Arguedas no me gustó, no lo entendí. Yo más bien leí «Warma kuyay», que aplastaba todo lo que escribía Arguedas. Ahí sí, «Warma kuyay», que si no me equivoco lo leí en Alberto Escobar, en esa antología que tiene donde está «Tata mayo», de Eduardo Vargas Vicuña. No sé si ahí leí a Arguedas, que era más asequible. Alguien me dice si por ahí ya había leído a Rulfo. No. Rulfo no se vendía en esa época: Rulfo era un mito del que se hablaba. Lo primero que leí de él fue Biografía a pedazos. Me dijeron léela, y me la prestaron, un libro que estaba armado por textos de cuatro líneas en cada página, por eso se llamaba así. Rulfo era famoso en esos momentos por las respuestas que daba: sí, no, así será. «¿Pero cómo hizo eso?». «Así pues». «¿Pero a dónde iba su narrativa?». «Mmmm, sentía buen camino». Así era. Por eso el título. Pero el caso es que tampoco lo había leído para «Montacerdos», que nada tiene que ver con otras lecturas. Años después, cuando ya trabajé, ya pude comprar los libros de Rulfo, que costaban caros, y un universitario muchacho, no tenía plata, pues. Yo tenía para los pasajes, y cuando me compraba un libro, me tenía que ir y volver a pie a San Marcos, porque ya había gastado en el libro. Pero no fue con Rulfo, que habían otros libros.
Y por ejemplo Cien años de soledad, me parece parecido el inicio, la idea de formar un mundo, como en Montacerdos…
Nada que ver. Nada que ver. ¡Es que ese barrio era mi barrio! ¿Te acuerdas cómo empieza? Cuando van avanzando por la Pampa de Amancaes. Así entrábamos nosotros. Así entraba mi papá, mi mamá, mi hermano mayor. Mi papá iba con una pistolota, porque era militar. Y estaba oscuro, podían salir choros, y mi papá por defender a la familia, que éramos niños de cinco, seis, siete años, tenía el revolver, para, por si acaso quieran sorprender, meter bala. Entonces, en ese sentido, yo también iba con el miedo, escuchaba las lechuzas. Solo que era mi papá y mi mamá, no el caso de Griselda [personaje de «Montacerdos»]. Eso ya es imaginación mía.
Claro, esa experiencia vital era suya…
Claro. Que te van a saltar las lechuzas, que se te van a aparecer los muertos… Eso sentía yo.
«Siento que la música que me gusta se transforma en palabras, y eso es lo que pretendo ahí. En el caso de “Montacerdos”, era con la música chicha de la época, los huaynos de García Zárate y la música del inicio de Los Destellos.»
Usted siempre habla del cuidado en la prosa, la cual tiene que ser como una suerte de caja musical, que hay una música en ella. ¿Cómo selecciona esa música que necesita tal o cual historia?
Tal es así que antes de escribir muchas veces pongo música, y a veces es clásica. Para hacer por ejemplo «Cabeza de nube» fue clavecín barroco peruano. Clarísimo está ahí. Siento que la música que me gusta se transforma en palabras, y eso es lo que pretendo ahí. En el caso de «Montacerdos», era con la música chicha de la época, los huaynos de García Zárate y la música del inicio de Los Destellos, «La dicha» [probablemente se trate de «La paz y la dicha», de Chacalón y la Nueva Crema]. Ahora, ¿por qué la música?, me preguntas tú. Porque la palabra es sonido pues, y los sonidos del piano, del violín, son música. Y la palabra también es musical, entonces. Los mejores poemas siempre son eufónicos, melodiosos. La solitudine che tu mi hai regalato io la coltivo come un fiore. La soledad que tú me has regalado, yo la cultivo como una flor, un verso de Petrarca. Del brazo tuyo he bajado lo menos / un millón de escaleras / y ahora que tú no estás, cada escalón es un vacío. / También así de breve fue nuestro largo viaje. /El mío aún continúa, mas ya no necesito / los asientos reservados…, / las trampas, los oprobios de aquellos que creen / que lo que vemos es la realidad. Eugenio Montale, en un poema de Xenia, «5». Eso para mí es melodía de violín, de piano. Allí yo escucho a Vivaldi, Albinoni. Me da esa sensación cuando escribo en mi prosa, cuando hago mis cuentos, como por ejemplo «Piedra de sacrificio», «Hueso duro», que es el segundo cuento a los tres días de haber hecho esto [señala el libro Montacerdos y otros cuentos], porque cuando voy con «Montacerdos», Américo Mudarra me dice: «pero muy grande, pues, cómo va a tener veintiocho páginas, yo te he pedido un cuento de dos páginas». Era para una revista de seis páginas que sacaba solamente poesía y ahora iba a incluir cuento. Entonces dije: «ya, voy a traerte otro», y le traje «Hueso duro», pero también tenía veinticuatro páginas, y él dijo: «está bonito, le ha gustado a Esteban Quiroz, y piensa que va a sacarla en una editorial». La editorial Lluvia Editores, que conmigo se origina, por querer sacar «Montacerdos» y «Hueso duro». Y allí salen algunos cuentos de Gálvez Ronceros: Monólogo para Jutito. Para mí el poema, el cuento y la novela son lo mismo. Porque se escriben con palabras, y las palabras deben ser eufónicas, ¿y por qué es lo mismo?, porque el arte es uno solo. El arte de la pintura, del cine. ¿Por qué es arte? Todos buscan entretener, divertir, conmover. La pintura, la música, la novela, el cine, todos buscan lo mismo. Incluso cuando vez una gran película, el director te dice: «esa película es una obra musical, es una sinfonía». Yo he escuchado a pintores buenos como Gerardo Chávez: «y es que ese cuadro es una sinfonía de colores, es una melodía muda». Y hay un pata pintor por ahí, un amigo llamado Giuseppi, que me dijo: «mis cuadros aspiran a ser musicales, a dar una sinfonía, que no se percibe, pero que yo la siento, siento que se mueven ahí los colores como en un ballet, con música sinfónica». «Es lo mismo en los cuentos», le digo. «Así es, maestro», me dice. «Es que somos artistas», me dijo él. Le he preguntado a otros, y también me dicen que la pintura parece quieta, pero cuando es hermosa, como por ejemplo la de Marc Chagall, son melodías también. Lo mismo me pasa cuando escribo los cuentos. Tienen que tener una melodía, una eufonía, incluso un ritmo, que a veces hasta se parecen a las canciones. En mi caso, cuando un día veas un cuento que se llama «Martín Campanas», es totalmente melodioso, parece una canción. Cuando me escuchó una amiga muy sabia, muy inteligente, lingüista, muy fina, honda, filósofa —es enciclopédica esa amiga, yo la adoro—, me dijo: yo escuché tu cuento «Martín Campanas», y he escuchado un poema. No me ha dicho un cuento, he escuchado un poema. «¿Y qué opina de “Montacerdos”?». «Es poesía», me dice: «tú escribes poesía».

«Nace con esa técnica. Tengo que plantear primero la in media res, una acción dramática fuerte; no es la descripción del aire, del río, de las olas que caen, de la lluvia, el viento que sopla. Todo el mundo hace eso, y a mí me parece una barrabasada. Todo mundo se repite en eso, ¡todo mundo!»
En sus talleres, en su libro ¿Qué es el cuento? u otros manuales de escritura, habla de la importancia de la estructura, de técnicas como el in media res, los flash backs. El tercer relato de este libro, por poner un ejemplo, «La reina de las cucarachas», inicia en in media res, y hay una suerte de dilatación del tiempo, porque la niña está ahí, pero en ese momento va recordando lo que ha vivido, que su mamá lo quiere pegar, que su papá tiene que venir… Coméntenos un poco de la importancia de la estructura en la construcción de historias.
Esa es la historia de una niña que me odia y me quiere. Me odia porque hice su biografía. «La reina de las cucarachas» es exactamente su vida. Y no le gustó. Me dijo: «yo te dije, yo quiero hacer mi propia historia, escribiendo mi cuento, y tú te has adelantado». «Y yo te dije», también le respondí, «que te he esperado treinta y tres años y tú no la has escrito». Treinta y tres años ya es mucho, por eso ya la hice, antes de que se pierda. Ahora, sobre lo que me preguntas, si tú te fijas cómo empieza Tocata y fuga en re menor, de Bach [la tararea], esa es la in media res. Ya te dio allí un sonido, un timbre, una vibración, que va a ser la semilla que va a ir gradualmente avanzando. Igualito ahí [señala el libro]. «Adela sintió que las cucarachas se le venían en la cara», porque eso le pasó cuando había hecho una travesura, tal como está ahí. Se escapó. Y la mamá le daba durísimo. Pero el papá no estaba, si no ella no le pegaba, porque él la engreía. Ahí está la semilla, el origen de esa historia. ¿Cómo nace? Nace con esa técnica. Tengo que plantear primero la in media res, una acción dramática fuerte; no es la descripción del aire, del río, de las olas que caen, de la lluvia, el viento que sopla. Todo el mundo hace eso, y a mí me parece una barrabasada. Todo mundo se repite en eso, ¡todo mundo!, salvo los capos como Chejov, Maupassant, Hemingway. Varias veces lo hace Julio Ramón Ribeyro, el mismo —ahora puedo decirlo— mexicano Juan Rulfo: «Diles, que no me maten, Justino», y empezó con la in media res. Cuando hice «Montacerdos», yo no tenía ese concepto de in media res, pero tenía la intuición. Un profesor muy bueno, Marco Martos, decía que hay escritores que nacen con la intuición plantada dentro de ellos. Son los que ya nacieron para escribir, para poetas, para cuentistas. Muchos escritores no necesitan ir a la academia o a la universidad. Claro, lo que refuerza su talento van a ser las lecturas. Tres, cuatro lecturas, y ya están. Ahora, yo no me siento de esos narradores como dice Marco Martos. Yo ya tenía toda una preparación gracias a la universidad. Agradezco a la universidad, y a mi abuelo y a mis padres porque ellos eran los primeros narradores que escuché. Buenísimos. Era para jaranearse, eran fiestas los cuentos que ellos contaban. Y nos reíamos. Entonces, mis cuentos tenían que ser así, con humor. Acá también hay humor.
«Y no hay como narrar desde la visión de un infante, un niño ingenuo, inocente, para decir realidades crudas.»
Los tres primeros cuentos de este libro: «Montacerdos», «La reina de las cucarachas» y «Dos Cristos» parten desde la visión de la infancia. A mí me parece que en estos casos usa la infancia para mostrar esa inocencia que va descubriendo ciertos asombros, o ciertas alegrías o tragedias. ¿Cómo usted ve el uso de esto?
Eso lo aprendí en las clases de Washington Delgado, cuando decía que en la mejor literatura española, la del Siglo de Oro, aparecía Lazarillo de Tormes, es decir, los personajes palomillas, los mataperros; en una palabra, la picaresca. Son personajes tramposos, jodidos, ¿pero quién narra? Narra la visión de un niño ingenuo, inocente. Y no hay como narrar desde la visión de un infante, un niño ingenuo, inocente, para decir realidades crudas. Y se me quedó. Porque cuando escuchaba eso, recordaba que en mi barrio todos éramos niños. Tengo que contar desde mi visión de niño, dije entonces. Pero cuando me puse a redactar, pensé: pero yo sé que la familia de Yococo eran dos hermanos: la Maruja, la chiquita, y el mismo Yococo. Ah, ya, voy a tratar de que hable Maruja y cuente la historia. Pero todo por la influencia de las clases del genial Washington Delgado. Si no, no sé qué hubiese pasado, te juro. No sé si hubiese escrito «Montacerdos» de otro modo, tal vez conmigo de testigo, tal vez yo de personaje dentro de la historia, con mi hermano menor, pero no fue así. Sale mejor con que me distancie, porque ya seríamos muchos personajes. Yo soy un testigo pasivo dentro de la historia, invisible y pasivo.
Hablemos de su cuento, presente aquí también, «Dos Cristos», en el que el personaje sale del Rímac y llega al centro de Lima. Pero por medio, atraviesa una ciudad en caos, en el trasporte público, etc. Y ya cuando está en el centro mismo, también se observa ese caos con la presencia de los turistas… Hay una recreación del lugar que usted hace, creo yo, para sostener la historia a través del entorno, ¿no?
Es un poco una burla, una crítica asolapada de ese desorden, esa Lima contaminada de gases, el caos en el tránsito y el alboroto, sobre todo antes, hace unos veinte, treinta años, cuando sus calles y avenidas estaban saturadas de ambulantes. Quería pintar un tanto eso. Y a ese Cristo lo vi también. Iba a trabajar a la universidad y veo que pasa llevando su cruz. Y dije: ahí está mi cuento. Y otro día lo veo en la plaza de la Iglesia San Francisco. Estaban dos Cristos hablando, botándose uno al otro. Porque a uno le tocaba turno en la mañana y al otro en la tarde. Y uno dijo: «¿y yo por qué tengo que hacerte caso? Yo también quiero estar todo el día acá». «Pero me quitas el negocio». «Ah, qué pena, pues». Y ahí se da el motivo de este cuento. En verdad, muchas veces en narrativa la realidad te da los cuentos. No es que yo sea tan fantasioso. La realidad me los da.
¿Eso pasa también en «El milagrero», el último cuento de este libro, que es parte de su primer conjunto de cuentos Las huellas del puma?
Claro, esa historia me la contó totalmente como la escuchas mi abuela Ruperta. Ahí está el lenguaje de ella, todo eso.
Está esa oralidad. Creo que todo ese libro muestra un poco más, no el lado citadino de «Montacerdos», sino un mundo de la Piura más rural. Y en esta historia hay como un doble discurso sobre los hechos que ocurren. Por un lado, por ejemplo, el padre que viene a decir: esto es un sacrilegio, pero también la visión del protagonista…
Un viejo, ahora ya no es un niño.
Exacto…
Pero que es un tanto infantil el viejo. Está tomándole el pelo al otro. (risas).
«Ese hacendado tenía el apoyo de un familiar del Congreso (…). Y con él persiguieron a los directivos de la comunidad Mariscal Ramón Castilla, que es el barrio de Montacerdos. Los quisieron meter presos. Así que todo ese lío me provoca hacer la novela Patíbulo para un caballo.»
Lo cual es interesante. Yo veo en este cuento, y también en otros cuentos suyos, que parece que se burla del poderoso, quien no está viendo bien la realidad o que quiere seguir un discurso, en este caso un discurso religioso, que ignora por así decirlo una creencia que está satisfaciendo a la gente en un momento de necesidad, como en una sequía. En «Montacerdos» puede pasar algo similar porque la policía viene y en algún momento quieren botar a la familia. ¿Hay, cree usted, esta idea de decir los poderosos a veces no ven bien la realidad?
Lo que pasa es que mi papá fue un invasor sobre los invasores. Había un militar, Angulo Benavides, que le dijo: «ven, Jara, deja de alquilar la casa por Ciudad y Campo», una urbanización en el Rímac, cerca de la Florida, por Rosita Ríos. Como habían sido colegas de trago y traje militar en el conflicto del 41 con Ecuador, entonces mi padre le dijo: «ya voy. Pero, ¿hay lugar para mí?». «No, acá hay un terreno que está marcado, tiene ladrillos, tiene bases, pero te metes ahí nomás. Yo sé lo que te digo». Entonces mi papá fue, se metió y empezó a construir las paredes sobre esas bases. O sea, mi papá fue un invasor sobre los invasores, lo que le pasa a Griselda también, solo que a ellos los quieren sacar, desplazar. Mi papá tuvo suerte, porque a quien le quitaba era un republicano, y mi papá dijo: «tanto tiempo ha estado abandonado». Y los vecinos del barrio, viendo que mi papá inyectaba a todo mundo por ahí, lo apoyaron, dijeron: «no, el señor se queda porque él ya tiene un año aquí; usted ha desparecido dos, tres años», le dijeron al republicano. Entonces mi papá respondió: «bueno, yo le repongo sus bases, pues, lo que ha gastado, no se preocupe». «Ya pues», le dijo el otro, «si quiera eso». Y ya le pagó mi padre, le repuso los gastos y nos quedamos con la casa. Yo tenía seis años. Pero recuerdo muy bien cómo llegaron y se dio… No se dio en términos de pelea, mechadera. Ahora, otro detalle: Montacerdos está, a la vez, frente a una chacra. Hay de por medio, como se ve en Patíbulo, unas rejas. Y ahí está la acequia y ese pacae donde Yococo cantaba. Ese pacae existió, ahí jugábamos nosotros. Ahora, qué quiero decirte, que esa chacra pertenecía a una hacienda Muñoz, que abarcaba todo lo que es Urbanización El Bosque, detrás de la cancha de Cristal. Ahí el hacendado daba comidas para el presidente Prado, después para Odría, tenía toda una tradición; ahí se hacían paseos de caballo de paso y peleas de gallo. Era un lugar ya reconocido en el Rímac por los años cuarenta y cincuenta. Ese hacendado tenía el apoyo de un familiar del Congreso, un diputado o cenador. Y con él persiguieron a los directivos de la comunidad Mariscal Ramón Castilla, que es el barrio de Montacerdos. Los quisieron meter presos. Así que todo ese lío me provoca hacer la novela Patíbulo para un caballo.

En el cuento «El milagrero» yo también veo algo similar a lo de Patíbulo porque está este Fermín que le llaman Azotadiablos, que de algún modo quiere decir: este culto que han creado no está bien. Y también quiere por así decirlo, pasar por encima de todo ese poblado.
Mi madre me contó su versión, y mi abuela me contaba su versión, y mi papá también, porque todos son piuranos ahí. Mi madre contaba de que efectivamente en Piura no daban las monedas porque la gente ya no quería ir a la misa de la Catedral de Piura, sino más bien se iban allá a Chulucanas, creo que era, donde estaba el Milagrero, El que Hacía Milagros, el Santo Milagroso. Entonces un día se molestó el padre Villalobos, a quien todo mundo le besaba la mano, pero ellos no le besaban la mano y no le dejaban limosna. Y se fue con gendarmes, y lo agarraron al viejo, que al comienzo tenía solamente la tumba, pero como caían muchas limosnas y ya traían velas, ya hizo un ambiente como este [señala el recinto donde estamos]. Y después más grande que este, porque ya pusieron varias alcancías, adornos de oro, de plata, en esa época había facilidades. Él acaparaba todo eso y empezó a tener negocios. Mi abuelo dijo que era totalmente cierto. Pero ocurrió que lo obligaron a abrir ese lugar para demostrarles que ahí estaba su amigo… «Ahí está, ahí está, mi gran amigo». «No, allí debe de estar el diablo, sácalo para exorcizarlo». Sacan, y lo primero que sacan era [he suprimido esta parte por el spoiler, Cronwell simplemente señala lo que había dentro y qué era el milagrero, tal como narra en el cuento]. Mi abuela se mataba de risa. Eso fue cierto. Mi mamá también contaba eso, totalmente cierto, no es ocurrencia. ¿Por qué voy a decir que es ocurrencia mía, que yo soy un trome buscando historias? No, yo las registro. Claro, también tengo lo mío. Pero en este caso, todos los retazos, todos los chispazos de historias que me contaba mi abuela, yo las reacomodo para darles una coherencia, un sentido de unidad y de historia tal como se hace con un cuento interesante.
«De repente siento que corre así una persona, ¡pum, pum, pum!, entre la gente, y de frente: “¿Usted es Cronwell Jara?”. Era una muchacha de unos veintitantos años, bajita (…). “Sí, soy yo” (…). Y viene corriendo, ¡fua!, salta, ¡fua!, pone sus piernas acá y acá y se me agarra y se pone a llorar.»
Por último, Cronwell, te quería preguntar tu visión del país, tú que conversas con los jóvenes y te invitan a colegios, por lo que estás en contacto con los niños. ¿Qué país le estamos heredando, en qué país van a crecer?
Mira, sé que hay una ley con el plan lector. Antes era bien difícil encontrar lectores en las provincias. Sí habían, pero un tanto dispersos. Ahora, yo voy a las provincias y me invitan de frente a tal colegio, a tal lugar. Ahorita me estoy yendo a Trujillo, porque hay un colegio que me espera para que dé charlas sobre cómo crear cuentos. Y pagan. Y también acabo de estar en Chincha y Huancayo. Y no sé en dónde, en qué otro lugar. Pero ese es mi plan. Esa es mi forma de ser convocado, a través de los talleres de narrativa. Y de paso, me dicen, traiga su libro para ver cuántos le compramos (…). Lo que yo te puedo decir, a propósito de tu pregunta, es que hay escuelas en donde los muchachos ya están sorprendentemente formaditos y se pelean por los libros. Me ha sorprendido mucho cuando me preguntan: «¿usted es el autor de “Cazar el jañape”?». «Sí, pero a mí me gusta más ese cuento de la mujer». Y el otro dice: «no, a mí me gusta más “Mono de madera”». «¿Han leído eso?». «Claro». Y otro amigo me dice un día: «cuándo conversamos sobre tus cuentos, me han gustado mucho». Una vez, en la época de Sendero, yo estaba en Puno, con mi amiga Cecilia. Salíamos de un congreso de literatura y lingüística, yendo por la calle principal, la calle Lima, y era de tarde. Y entonces gritan: «¡Cronwell Jara!». Yo volteo entre la muchedumbre. No hago caso, porque se corría la voz de que Sendero quería meter bala a los escritores, porque eran “reaccionarios” según sus puntos de vista. Yo no hice caso pues. No me gusta además que una persona que no conozco me aborde; ¿quién será?, pueden ser hasta locos o choros. Entonces, de repente siento que corre así una persona, ¡pum, pum, pum!, entre la gente, y de frente: «¿Usted es Cronwell Jara?». Era una muchacha de unos veintitantos años, bajita. Y como estaba con Cecilia, le digo, «sí, soy yo». «¿Usted es?» «Sí». Y viene corriendo, ¡fua!, salta, ¡fua!, pone sus piernas acá y acá [alrededor de su torso] y se me agarra y se pone a llorar. «¿Usted es el autor de Patíbulo para un caballo?». «Sí, le digo, ¿qué pasó?». «Yo he leído Patíbulo para un caballo, yo he leído Patíbulo, yo sé quién es Pompeyo Flores, sé quién es Yococo, sé quién es el Puma». «¿En serio la has leído?». «Sí, sí, cómo me ha gustado, usted es el autor, usted es el autor…». Me abrazaba así. Me conmovió. Después en otro momento, en la universidad, una chica viene con una tesis sobre Patíbulo para un caballo. Era una tesis que parecía que hablaba de Cien años de soledad, no de mí. ¡Aso!, sin decir piropos, sin decir esta es una novela extraordinaria, sin decir que esta novela vale oro; no, no. Partía de un modelo de análisis, de un crítico que no recuerdo ahora, donde veía la carnavalización de la literatura y todo eso. Veía las frases filosóficas, las frases reflexivas, la visión de mundo, la filosofía de vida, qué sé yo. Y todo encajado con las frases que sacaba de la novela. Pucha, yo me asombré, porque sonaba bien, sonaba a que esta novela tenía más pensamiento que muchas novelas que paro leyendo o he leído. Esta novela, Patíbulo, no es solamente para entretener, sino también te está dando detrás una filosofía de vida, sin pretender ser tampoco didáctica. Yo no hago didáctica. Lo que doy ahí son reflexiones que tengo, pero las trasmito a través de los personajes, que a veces son en contrapunto, son dialécticas, es lo que yo trato siempre en cada cuento o novela, que motive reflexiones y que te inviten a una filosofía y trascendencia.
Invitamos pues a los lectores que se adentren a tu obra, que este libro Montacerdos y otros cuentos, sea una manera de acercarse a tu obra y luego leer también de repente Patíbulo para un caballo, Faite, tantas novelas que tienes, o tus obras de etnoliteratura, Las ranas embajadoras de la lluvia, que escribes con Cecilia Granadino… Hay una variedad en tu obra, Cronwell.
Y sobre todo las últimas cuatro novelas. Pancho Fierro, Film Vallejo, la biografía de Vallejo en Perú; está en novela y como si fuera guion de cine; me gusta esa novela, mucho, porque está su panorama. Todo el cuento con Valdelomar, Gonzáles Prada, José María Eguren, con su tía, su Mirto, ahí está Ángela Ramos, y ese amor que hubo, a escondidas, con Vallejo. Pero también está ¡Molotov – Suite!
El manifiesto de las jodas…
El manifiesto de la jodas. Y también está última novela, no, dos novelas: una, Mokèlé-mbèmbé y la otra, Enkríkamo, que son de mundo africano con la visión íntima de la mitología, visión de mundo africana en Perú, en los congos. O sea, ya no se ve al esclavo negro que llegó forzado acá, no se le ve como cantidad, hombre bestializado, hecho para el trabajo, no. Se ve al negro desde dentro de él, en su dolor, su angustia, su tristeza de ser perseguido, de ser hecho cimarrón, y con la nostalgia de su tierra natal. Ellos no decían África, ellos decían la lejana Guinea, nuestra aldea natal, nuestra lejana Guinea.
Y con todo lo que trajeron, ¿no?
Oh, sí, es dolorosísima. Tengo una amiga, Cecilia, que dice que cada vez que la lee, llora, llora, llora. «Además, es pura poesía», me dice. «Tú no haces cuento», me lo acaba de decir. «Eso es poesía, poesía, poesía». Todavía lo dijo ella, yo no lo digo. «Es como Arguedas, que hace poesía cuando hace algunos cuentos. Pero en toda tu novela es poesía desde que se inicia hasta que acaba».
Episodio 1 (Temporada 3) de Dimensión Rasgada dedicado a Montacerdos y otros cuentos (FCE, 2023):