Estoy en mala, pero tú estás buena | Relato

Por Julio C. Hermoza

Estás en Mala, muy lejos de la ciudad en la que naciste. Son las dos de la madrugada y las personas con las que compartes tu habitación están durmiendo. En el ambiente se distingue un olor a alcohol, a vómito, a sexo. Olor a sexo, ¿qué carajos es eso?, te dices a ti mismo. Enciendes un puchito y te quedas viendo la pantalla de tu ordenador. Tenías que enviarle dos textos al jefe del diario donde trabajas. Debiste hacerlo hace cinco horas, pero había cosas más interesantes que hacer, ¿no? Chupar, tener sexo, escuchar a Sun Ra… Oh, sí, Sun Ra.

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Ahora, frente a tu ordenador portátil, con la mente vacía, sin nada que decir ni escribir, te fuerzas un poco, como convenciéndote de que no puedes ser tan infértil, pero nada, nada de nada. Eres tan estéril como un híbrido promedio. Ya son las tres de la madrugada y, la putamadre, no sé sobre qué escribir. Si estuviera informado sobre la coyuntura política de mi ciudad natal —el único lugar donde se publica el diario de mierda para el que trabajo—, podría escribir al menos quince o veinte líneas nuevas, luego las combinaría con viejos ensayos universitarios, y listo, asunto arreglado. Pero estoy lejos, en Mala, a más de mil kilómetros, y no hay forma de enterarme en tiempo real de lo que está sucediendo allá en mi ciudad, donde nadie cuenta con conexión eléctrica ni tiene acceso a Internet. Claro, a excepción de mi jefe y su pequeña y miserable empresa periodística. (La historia de por qué mi ciudad no posee Internet ni electricidad es un poco larga, aburrida, pero se puede resumir así: como los precios por el servicio de energía eléctrica eran excesivamente caros, a los pobladores nos llegó al pincho y decidimos prescindir de ella. A mí, personalmente, eso no me representa ningún problema; total, el diario donde soy redactor es el único lugar privilegiado de la ciudad que cuenta con conexión eléctrica. Pero a los demás pobladores aquella decisión sí les está pasando factura, porque para informarse dependen exclusivamente del único diario de la zona: el diario en el que escribo).

Qué chucha, escribiré sobre cualquier cosa de interés público. Aunque será en vano porque el chupapene de mi jefe no publicará mis textos y me reducirá el sueldo. ¡El hijo de perra siempre lo hace, siempre me recorta el sueldo! En fin, tampoco sé sobre qué escribir o por dónde comenzar. En momentos así, la verdad, desearía dejarlo todo, borrarme, irme lejos. ¡La putamadre, eso es precisamente lo que he hecho! Y no, no sirve: solo te estresas y te deprimes.

La pantalla en blanco de tu ordenador te está mirando desde hace dos horas. Como no sabes qué escribir, del bolsillo derecho de tu casaca, extraes un pequeño frasco marrón con varias pastillas extrañas. Coges únicamente tres y te las tragas, y qué bien se sienten en mi garganta, yo que pensaba que el tipo que me las había vendido era un estafador de mierda, que no eran anfetas sino pastillas para el resfriado. ¡Ojalá acaben con mi bloqueo mental, crisis creativa o lo que chucha sea! Tal como dijo mi dealer, estas milagrosas pastillas están acelerando mi sinapsis, estimulando mi sistema nervioso central y haciéndome pensar sobre el significado de las palabras. ¿A qué me refiero? A que el significado que posee cada palabra, y que precisamente las diferencia de las otras, no es connatural a su existencia: las palabras per se no significan nada, están vacías. El humano, intentando —sin éxito— asir la realidad que lo circunscribe, y que es completamente inaprensible, intentó definir sus propios límites. Olvidóse de su condición como elemento de un Todo que lo trasciende, y eligió vivir individualmente, creando así la propiedad privada. Mucho después, hizo lo mismo con las palabras. No obstante, estas no fueron creadas consensualmente, como un neófito en el asunto podría creerlo; por el contrario: unos pocos, unas cuantas élites, fueron los facultados para dotarle de un significado concreto a cada palabra, encriptado en ella sus propias ideologías y visiones del mundo.

Abres la boca y te metes tres pastillas más. Todo eso sin abandonar tus reflexiones.

No elegimos el significado de las palabras que utilizamos, sino que otros lo hicieron por nosotros. Si queremos ser realmente libres, deberíamos prescindir del lenguaje que nos han impuesto las clases dominantes. Deberíamos, no sé, crear uno propio; aunque eso nos impediría comunicarnos con otras personas. Queramos o no, ahora por ejemplo, continuamos utilizando sus signos, jugando a su juego, ciñéndonos a las reglas que ellos nos impusieron.

Te metes otras tres anfetas. Por algún motivo, esta vez no puedes cerrar la boca. (Si tuvieras un espejo a la mano o no estarías tan desconectado de la realidad, pensarías rápidamente en la fantástica portada de In the Court of the Crimson King. Pero no es así; continúas con tus elucubraciones que tampoco te llevarán a ninguna parte).

Inclusive en este momento me es imposible desprender a los signos lingüísticos de sus significados establecidos. Es paradójico que mis deseos de subvertir toda organización encargada de la regularización lingüística solo se tornen reales, solo existen, cuando los pienso usando palabras, cuando los conceptualizo y los ordeno tal como lo establecen las nefastas e infames instituciones idiomáticas. Soy esclavo de las palabras, pero sin ellas tampoco sería posible conceptualizar la esclavitud.

En total: nueve anfetas. El pequeño y extraño frasco marrón completamente vacío.

Ha transcurrido una hora y media desde que ingeriste las primeras tres pastillas de anfetamina. Un sol, un bello sol rojizo aparece en el horizonte y te quedas viéndolo. Tengo tantas cosas que decir y sobre las cuales escribir; pero, conchesumadre, no encuentro la manera de transmitirlas. Si tuviera más tiempo o más ganas o más talento o fuera más perseverante, quizá encontraría la forma de hacerlo. Pero no, ahora no tengo nada de eso. Y quizá nunca lo tenga. La pantalla de tu celular se ilumina y en ella aparece el rostro de tu jefe. Al parecer, te está llamando. Miras de nuevo el bello sol que va perdiendo sus tonos rojizos en virtud de unos tonos amarillentos, coges el móvil, lo apagas y lo lanzas lejos. Ahora, sin poder evitarlo, te sientes angustiado. Una tableta con pastillas para el insomnio, que tu amiga guarda en su bolso, parece ser la solución para tu angustia.

Media hora después tus amigos despiertan. Te encuentran tirado en el suelo. No les extraña: siempre acabas así. Uno de ellos se percata de que tu ordenador personal sigue encendido. Por alrededor de cinco segundos, se queda viendo la misma hoja en blanco que tú observaste durante un largo rato mientras intentabas escribir algo. Tu amigo advierte que no es una hoja completamente en blanco: una pequeña línea negra está dibujada en la hoja. Conforme se acorta la distancia entre la pantalla de tu ordenador y la mirada de tu amigo, él va descubriendo que no se trata de una línea negra, sino de un título. «ESTOY EN MALA, PERO TÚ ESTÁS BUENA», se lee en la pantalla, en tipografía un tanto extraña.

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